Al mismo tiempo que la autopista desfilaba bajo su coche, él hablaba con su socio de forma acalorada.

- Te digo que no, que es un “torrao” de mucho cuidado, que no vale nada, por donde a pasado solo ha dejado mierda podrida. Además tiene más de treinta y cinco años. ¡ Joder, que esta podrido, ni un centavo !

Con un gesto de desprecio, ese que suelen tener los grandes ejecutivos, lanzo su micro teléfono al asiento del pasajero.

Le quedaban cerca de mil kilómetros que recorrer en esta maldita autopista.

Por el horizonte, perezosamente, desaparecía el sol. Noventa millas por hora es un martirio. ¿ Porque se pondrían en huelga los controladores aéreos ? Justo cuando tenia que hacer un viaje urgente a Chicago, él que siempre había odiado el tren, los olores a viejo metal o peor al gasoil mal quemado que se respira, incluso en primera clase. Se decidió por el Ferrari, total solo eran mil ochocientos kilómetros parte de ellos en un desierto.

Un cartel le llamo la atención, "´Ultima estación antes del desierto". En un reflejo de prudencia se paro en ella para repostar y andar unos pasos.

- Menudo coche. Debe correr como el galgo, le dijo el empleado.

- Psi... Le respondió, sin apenas dirigir la mirada.

- ¿ Puedo mirar el motor y revisar los niveles ?

- Bueno.

Le abrió el capó, el doce cilindros apareció en toda su esplendor, ni una gota de aceite osaba ensuciar tan descomunal escultura.

- Tiene una correa floja. ¿ Se la puedo ajustar ?

- ¡ NO ! Como podía un simple empleado de gasolinera polvorienta meterle mano al MOTOR.

- Tenga cuidado, puede soltarse en pleno desierto.

Ni le hizo caso, le dio los treinta dolares de la gasolina y desapareció en una nube de polvo.

La noche estaba bastante avanzada cuando una luz roja se atrevió a encenderse entre los relojes, al mismo tiempo el silbido de la alarma le saco de la media somnolencia en la que estaba sumido. Freno y se paro. Era el testigo del agua de refrigeración, del capó empezó a salir un poco de humo blanco. Levanto la pesada chapa y se pudo dar cuenta que la correa se había salido.

En medio desierto casi sin herramientas, además de que le servirían, sus únicos conocimientos mecánicos se limitaban a la llave de contacto.

¡ El teléfono ! Claro, con él podría pedir auxilio, lo cogió y pidió linea, pero el testigo de cobertura se quedo mudo, demasiado lejos de la civilización.

Solo podía esperar que pasara un vehículo. Se sentó en el Ferrari y se puso a esperar.

Unos golpes en la ventanilla le despertaron, solo pudo discernir un cara sonriente que le invitaba a salir del vehículo. Abrió la puerta y pudo ver al que le sonreía, era Bruce Kent.

- Que casualidad, usted por aquí. Me disponía a volver a mi fabrica cuando me di cuenta que su coche estaba parado con los intermitentes de emergencia puestos. Como, por estos parajes, es muy peligroso pararse me decidí socorrerle.

No lo podía creer, era el podrido al que le había rechazado un crédito.

Bruce tenia herramientas y en un instante le puso la correa en su sitio, le ofreció un refresco y se pusieron a hablar. Hablaron durante horas del proyecto de Bruce, la idea era fantástica, cara, pero seguro que muy rentable a mediano plazo.

Cuando se despidieron el sol ya estaba despuntando por el horizonte, él había prometido a Bruce estudiar más a fondo su idea y que muy pronto le daría noticias.

A las pocas hora llego el garaje del despacho, rápidamente subió a su oficina.

- Bill, olvida lo que te dije ayer desde el coche, creo que Bruce tiene algo fenomenal entre manos, vamos a apoyarle, prepara los documentos.

Su socio le miro con sorpresa.

- John, no te has enterado.

- ¿ Qué ?

- Bruce se suicido ayer por la tarde.